jueves, 24 de septiembre de 2009

Edward Frost:: Aprender a inclinarse




Por el Revdo. Dr. Edward Frost, Ministro Emérito de la Congregación Unitaria Universalista de Atlanta (Traducción: Francisco Javier Lagunes Gaitán)


Jack Kornfield es un maestro budista de los EUA. Su libro, "Un camino con amor", sigue siendo uno de los libros más significativos que llevo conmigo a lo largo de mi jornada espiritual. El nuevo libro de Kornfield se llama, "Primero el éxtasis, luego la lavandería". Trata esencialmente sobre cómo desmitificar la práctica espiritual, al revelar la necesidad de la vida espiritual como vida cotidiana –una vida de meditación, atención cuidadosa, plegarias, veneración, cambio de pañales, ir y venir del trabajo, y de lavandería.



En el prefacio a su libro, Kornfield escribe de sus primeros días como monje en Tailandia. Le costó trabajo aprender a reverenciar inclinándose, e inclinarse es central para la vía budista. Cada vez que los monjes entraban a la sala de meditación, ellos tenían que poner las rodillas en el suelo de piedra e inclinarse tres veces con su cabeza entre las palmas. Era una práctica de reverencia, una forma de demostrar su compromiso con la simplicidad, con la atención cuidadosa, y la compasión.


Aparentemente, Kornfield no se había familiarizado lo suficiente con la práctica de inclinarse. Luego de un corto tiempo, uno de los monjes superiores lo llamó en privado y le dijo, "En este monasterio no solo debes inclinarte al entrar a la sala, sino también cada vez que te encuentres con alguno más venerable". Kornfeld preguntó quiénes eran los más venerables a quienes le correspondía reverenciar. Eran, según le dijeron, todos los que lo precedían en su ordenación. En otras palabras, todos. Así que se inclinó ante todos. A veces era bastante fácil. Había muchos en ese monasterio que eran reconocidos ampliamente por su sabiduría y piedad.


Pero, escribe:


"Llegaría a encontrar (también) a un monje de 21 años, lleno de orgullo, que estaba ahí solo para complacer a sus padres o para poder comer mejor de lo que podría permitirse en su casa, y yo tenía que inclinarme ante él porque se había ordenado una semana antes que yo. O tenía que inclinarme ante un viejo y descuidado campesino quien había llegado al monasterio la temporada anterior para su retiro, y que mascaba nuez de betel constantemente y nunca había meditado ni un día en su vida. Era difícil reverenciar a uno de estos habitantes de la selva como si fueran grandes maestros".


Pero él trabajó con ahínco para encontrar una manera hacer valioso este inclinarse ante todos, darle un significado. Escribe:


"Comencé a buscar algún aspecto valioso de cada persona ante la que me inclinaba. Me inclinaba ante las arrugas del contorno de los ojos del campesino retirado, por todas las dificultades que habrían visto y sufrido, y superado. Me inclinaba ante la vitalidad y alegría de los monjes jóvenes, ante las increíbles posibilidades que cada una de sus vidas les ofrecía. Comencé a disfrutar de hacer reverencias. Me inclinaba ante mis superiores cuando entraban al salón de la cena y cuando salían. Me inclinaba al entrar a mi cabaña en la selva, y me inclinaba hacia la pared antes de tomar un baño. Luego de algún tiempo, reverenciar se volvió mi camino –era lo que hacía espontáneamente. Si se movía, lo reverenciaba."


Me parece que hay por lo menos dos aspectos que debemos considerar de este asunto de reverenciar. Uno es inclinarse como una forma de honrar, de mostrar respeto, y de demostrar humildad. El otro es inclinarse como una forma de dar la bienvenida o aceptar.


Los estadunidenses lo pasan difícil con esto de inclinarse. Esta dificultad sin duda tiene que ver la mentalidad independiente, el espíritu democrático arraigado por el rechazo revolucionario de todos los mitos y del derecho divino, la sangre real y los privilegios derivados de nacer en una 'alta cuna'. De ese orgulloso espíritu democrático, surge una actitud radical de igualdad absoluta que viene junto con una suspicacia puritana y antipapista hacia conceptos tales como, 'sagrado', 'santo', y 'reverencia' [la religiosidad de matriz calvinista puritana en los EUA incluyó un importante ingrediente de prejuicio anticatólico romano, que se expresa como 'antipapismo'].


La palabra clave de todo esto, desde luego, es 'orgullo'. El monje novicio primero debe vencer el orgullo. Kornfield debe superar la sensación de sentirse por encima de los monjes jóvenes y, desde luego, por encima de algún viejo campesino. ¿Y por qué es que el joven novicio –o cualquiera que se disponga a emprender el camino del crecimiento espiritual y personal–, por qué cualquiera habría de necesitar 'tragarse', o derrotar, su orgullo?




Porque el orgullo separa.


Nuestro dualismo occidental divide al mundo en sujeto y objeto. En este dualismo, somos sujetos arrogantes, los observadores, los amos del mundo de los objetos. Somos los herederos de aquel viejo dios patriarcal cuyo mandato era ir y someter la tierra.


Cuando Dios creó al hombre,[a]
lo creó a su imagen;
varón y mujer los creó,
y les dio su bendición:
«Tengan muchos, muchos hijos;
llenen el mundo y gobiérnenlo;
dominen a los peces y a las aves,
y a todos los animales que se arrastran.»
[b]” Gen 1,27-28 DHH [a. Hombre: heb. adam, designa aquí a todo el género humano; en otros pasajes, este mismo término tiene el valor de un nombre propio (Adán). Cf. Gn 4.25; b. Que se arrastran: otra posible traducción: que se mueven, en referencia a todos los seres terrestres].


Es una construcción llena de arrogancia, esta semejanza a la divinidad, esta misión de someter a la tierra. Es una construcción que nosotros –particularmente nosotros los occidentales– hemos animado y fortalecido hasta el punto de quedar alienados de la tierra, de las criaturas con las que compartimos la tierra, y de cualquiera de los integrantes de nuestra propia especie que no sea, según declaramos, como nosotros. La consecuencia para nosotros es un profundo sentido de soledad y aislamiento que nace de la separación, de la vaciedad de las vidas desconectadas de la naturaleza y de todo lo que 'no sea yo'. Todo aquello respecto a lo cual nos sentimos superiores es de lo que estamos separados. Y aquello de lo que estamos separados es una parte perdida de nosotros, porque no se trata, después de todo, de que todo nos pertenezca, sino de que pertenecemos al todo.


Aprender a inclinarse es una manera de reconciliarse y de revincularse. Inclinarse es una expresión de humildad, de una humildad en la que no somos disminuidos, sino en la que se honra y reconoce lo infinitamente valioso de aquello que reverenciamos, dado que se trata de un valor del que somos parte.


Se dice que la reverencia con las manos entrelazadas expresa esto: "El dios que está en mí saluda al dios que está en ti". Hay dos lecciones simples en eso –dos lecciones simples que puede tomar años de experiencia asimilar– que desde luego hay un dios en nosotros: divinidad, santidad, valor precioso; y que hay un dios en todos los demás. El Primer Principio del Unitarismo Universalista afirma esto, al proclamar la valía y dignidad inherentes a cada persona y el Séptimo Principio proclama que cada persona es parte de la trama interdependiente de toda la existencia. Aprender a inclinarse es una forma de aprender a derrotar el orgullo que nos separa de la totalidad y una forma de aprender a ser parte de la trama.




La inclinación puede ser figurada, desde luego –una suerte de actitud mental de reverencia y respeto. Pero sugiero que todos somos novicios en este camino, que no estamos preparados para atajos espirituales, y que debe servirnos bien oprimir las manos una contra la otra, en cada ocasión, 'para doblarle la espalda al orgullo', y experimentar de manera plena –física, mental y espiritualmente– la inclinación que nos vincula.


Pueden haber notado que tengo un breve ritual de inclinarme antes de entrar al púlpito. Se trata de un simple reconocimiento de que estoy a punto de atreverme a tomar parte en algo, algo de exagerada importancia, que es mucho mayor que yo.


Chris y yo visitamos un jardín japonés en Mount Desert Island, en Maine, hace un par de años. Conforme nos acercábamos al jardín, la joven que cuidaba el jardín de arena llegó a hacer su trabajo. Antes de dar un paso sobre el límite del jardín, ella se arrodilló, brevemente, e inclinó su cabeza. Pensé en ese momento cuán maravilloso es esto, qué regalo es contar con un trabajo garantizado por una inclinación antes de comenzar. Ahora pienso que tal vez el trabajo de cualquiera de nosotros podría ser transformado al inclinarnos antes de empezarlo, nuestra humildad concede una dimensión mayor a la tarea más ingrata.


El otro aspecto de inclinarse tiene que ver con dar la bienvenida o aceptar. Dar la bienvenida a la amable y soleada mañana; recibir con calidez la visita del amante y del amado; recibir al equipo de comunicación de la editorial; esta es la bienvenida fácil como la entendemos. Pero la feliz visita de los rayitos de luz solar, del amante, de la buena fortuna es solo una parte de la de la existencia y experiencia humanas. Y nosotros, los occidentales, con nuestras mentecillas compartimentalizadas, tenemos otro truco que otras culturas evitaron –y éste es dividir la existencia y la experiencia en bueno y malo, bienvenido y no bienvenido.




El poeta místico, derviche y persa Yalal ad-Din Muhammad Rumí (1207- 1273), lo expresó de esta manera:


Este humano ser es una casa de huéspedes.
Cada mañana una nueva llegada.
Una alegría, una depresión, una maldad,
un despertar momentáneo llega
como un visitante inesperado.


Dales la bienvenida y atiéndelos a todos.
Aún si se trata de una multitud de penas,
que violentamente arrasan tu casa
vaciándola de su mobiliario.


Sin embargo, trata a cada huésped honorablemente.
Puede estar despejándote
para una nueva delicia.


Al pensamiento obscuro, la vergüenza, la malicia
recíbelos en la puerta riéndote, e invítalos a pasar.


Siente gratitud por quienquiera que venga,
Porque cada uno ha sido enviado
Como una guía del más allá.


Bueno, odiaría decirles lo que le hubiera dicho a quien me hubiera leído ese poema hace algunos años, mientras me recuperaba de una cirugía del corazón. Hay poco o nada en nuestras culturas occidentales que apoye la idea de recibir cálidamente lo que sea que llegue a nosotros. La orgullosa cultura británica que me formó me dio a W. E. Henley, que escribió:


"Bajo la tiranía de la circunstancia, mi rostro no mostró dolor ni sollocé ruidosamente; bajo los garrotazos de la casualidad mi cabeza sangra, pero no se inclina. No importa cuán estrecha sea la entrada, ni qué tan cargado de castigo venga el rollo, soy el amo de mi destino. Capitán de mi alma". Añadan a eso un poco de lo que Rudyard Kipling escribió sobre cómo ser un hombre y tendrán a alguien que no recibirá cálidamente nada que no haya ordenado, que negará o combatirá a muerte cada intrusión, que "arderá en furia, furia contra la agonía de la luz". ¿Y qué es lo que obtenemos con esta firme posición contra las vicisitudes de la vida? Muy probablemente otro ataque cardiaco que nos aniquile. Pero nos iremos con bravura, sin habernos inclinado ante nada.


Es duro. ¿Inclinarse, dar la bienvenida, al fuerte golpe de aflicción por la muerte de un ser amado? ¿Inclinarse, recibir cálidamente al cáncer? Es difícil. Leo los libros. Escucho a los maestros. Y hago las prácticas de meditación. Pero lo digo así, cada sufrimiento que visita mi cuerpo, mente, o espíritu muy frecuentemente encuentra una fiera lucha que puede terminar, o no, en que me incline y le dé la bienvenida:


Tal vez esto es lo que se llama una practica espiritual.


Así que ¿por qué hacerlo? ¿Por qué aprender a inclinarse, para dar la bienvenida al sufrimiento, al temor, al dolor? Porque todo eso –como la belleza, el gozo y el amor–porque todo eso es inseparablemente, parte de la Verdad. Es. El Dolor es. El Miedo es. El Sufrimiento es. La Muerte es. Si uno desea vivir plenamente, si uno desea vivir en la Verdad, entonces uno debe estar dispuesto a abrir la puerta a lo que es, sea lo que sea, se trate del área de comunicación de la editorial o de los problemas.


"Este humano ser es una casa de huéspedes", escribió Rumí. "Cada mañana una nueva llegada". Y lo que nos expresa no es algún ideal, sino lo que es. No inclinarse ante todo lo que venga, intentar no dejar entrar nada a menos que se trate del Sr. Sesientebién, es tratar de vivir en un mundo falso de creencias complacientes. El Visitante, bienvenido o no, es. ¿Qué significa esto? ¿Acaso que haya que decir: "Hey, yupi. Mira, ¡Llegó el cáncer! ¡Que pase!"? ¿Significa dejar que la enfermedad, la aflicción, y el sufrimiento pasen adentro y se sienten, mientras esperamos que nos lleven consigo?


No, de ninguna manera. La aceptación no significa suicidarse. En cambio, la negación sí puede significar suicidarse. Invertir toda la energía de uno en enfurecerse contra la injusticia de Dios o del Universo puede ser suicida. Hundirse en la desesperación y la depresión puede resultar suicida. Inclinarse ante cualquier cosa que llegue no es tirarse a sus pies, rendirse ante el enemigo, pienso más bien desde el punto de vista de dar la bienvenida a lo que venga, de involucrarse con ello, de escucharlo –y sí, de aprender de ello.


Carl Sagan, luego de sobrevivir a una enfermedad casi fatal dijo, "Recomiendo a todo el mundo que pase por la experiencia de casi morir. Construye el carácter. Obtienes una perspectiva mucho más clara de lo que es importante, de lo precioso e invaluable de la vida".




Anne Lamotte escribe sobre la experiencia de un amigo suyo en su libro autobiográfico, Misericordias viajeras (Traveling Mercies), él tiene sida. Se inclina ante lo que es, hacia esa realidad en su vida –esto es, él da la bienvenida a toda su vida tal como es. Con eso, logra vivir tan plenamente como le es posible. Y dice que vive "una enfermedad que amenaza la vida".


Hay un fenómeno en sicología conocido como el 'síntoma secundario', como en la 'ansiedad secundaria' o la 'depresión secundaria'. Éste se expresa como "Oh Dios mío, estoy ansioso", o "Oh Dios, estoy deprimido". Esencialmente, se trata de pánico. En vez de inclinarse ante el visitante para comenzar una 'conversación', uno se pone a dar vueltas dando de gritos, y así sólo logra empeorar, con un miedo inútil, el sufrimiento que nos visita.




En un sermón reciente mencioné que estoy íntimamente familiarizado con la depresión. Frecuentemente soy llevado a recordar una canción clásica del cantante Paul Simon, "Hola obscuridad, mi vieja amiga". Ciertamente, la depresión no es una vieja amiga a la que vaya buscando cuando tengo una tarde libre. Pero he aprendido a inclinarme cuando me visita, esto es, a darle la bienvenida en tanto que es 'lo que es', tal como cada pequeña parte de la vida, como la belleza y el gozo. Me inclino ante ella para recibirla plenamente cuando llega. Vivo en ella, y a través de ella, y, cuando se va, recibo cálidamente a mi vida sin ella. Sé del todo bien que silbar una canción alegre no engaña a nadie, ni a mí, ni a quienes me rodean, ni al visitante; intentar clausurar la puerta y montar en ira contra tales visitantes solo sirve para hacerlos más fuertes, más resueltos y decididos, más perturbadores, más destructivos.


En el cierre del prefacio de su libro, Kornfield escribe:


"Inclinarse ante el hecho de que existen las penas y traiciones de nuestra vida es aceptarlas; y desde este gesto profundo descubrimos que el corazón alberga más libertad y compasión de la que podíamos imaginar". Esto, alguien podría decir, es la 'retribución', la recompensa por aprender a inclinarse para dar la bienvenida a lo que viene –el descubrimiento de que podemos abarcar más de la realidad completa, en la que podemos vivir, vivir con más de la realidad de toda la existencia. Cuando aprendemos eso, vivimos con menos miedo, con menos ira, con menos desesperación: y así, vivimos más vidas 'resistentes a las enfermedades'.


Alguien dijo, "Si vas a practicar el perdón, inicia con algo menor que el Holocausto". Si hemos de practicar la inclinación ante todos esos visitantes, es bueno empezar con cosas pequeñas, inclinarse hacia lo que nos enfurece, irrita o decepciona, y practicar la inclinación hasta que podamos abarcar más y más de todas las variedades y formas de toda la vida, de las luces y las sombras, del dolor y la paz.




Un Maestro dice, "Es… útil darse cuenta de que este mismo cuerpo que tenemos, que está sentado aquí y ahora… con sus dolores y placeres, es exactamente lo que necesitamos para ser completamente humanos, para estar completamente despiertos, para estar completamente vivos".





BENDICIÓN Mary Oliver (1935-) escribió:

Cuando llega la muerte
como un oso hambriento en otoño;
cuando llega la muerte y toma todas las monedas brillantes de su bolso
para comprarme, y su bolso chasquea al cerrar.


Quiero entrar por la puerta, llena de curiosidad, preguntándome:
¿Cómo será, esa cabaña de obscuridad?


Y, por consiguiente, lo miro todo
como una hermandad o sororidad…
y pienso en cada vida como una flor, tan común
como una margarita, y tan singular…
y cada cuerpo un león de coraje, y algo
precioso para la tierra.


Cuando haya terminado, quiero decir: toda mi vida
fui la consorte desposada del asombro.
fui el novio, que llevó al mundo en sus brazos.





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