jueves, 14 de mayo de 2009

Las madres (3 historias)



Sermón del Revdo. Kenneth W. Phifer,
dado en la
Primera Congregación Unitaria Universalista en Ann Arbor,
el 8 de mayo de 2005, (Trad.
Fco. J. Lagunes Gaitán)



Ser madre es un trabajo de tiempo completo, complejo, peligroso, creativo, impresionantemente difícil y enormemente importante. Comienza por la maternidad biológica o adoptiva, con un largo periodo de gestación y preparación que conduce al parto o a la adopción. Ninguna de las dos es fácil.


Pero esos procesos sólo representan el primer y más corto paso de ser madre. Las madres pasan largos años dedicadas a nutrir, cuidar y animar a su prole, trátese de 1 o de 10, de cientos o de miles. El pelo gris y la fatiga marcan esta labor de largo plazo.


Hay madres de muchas clases diferentes, de las que discutiremos brevemente 3 esta mañana. El orden de discusión es cronológico, desde el que nació primero hasta el que lo hizo al último.


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Mamá Jones (Mother Jones, 1837-1930) nació como Mary Harris en el condado de Cork, Irlanda, en julio de 1837. A la edad de 14 o 15 ella y su madre desesperadamente pobre, así como sus hermanos, se reunieron con su padre en Toronto. Al ser criada como católica apostólica romana  estuvo rodeada en su iglesia de imágenes y pláticas sobre María, la Virgen Madre, un símbolo de la maternidad. La María de estos inmigrantes católicos era presentada como sumisa, humilde y pía, pero al mismo tiempo como a alguien que no dudaba en dirigirse a Dios si el bien de sus hijos estaba en juego.


Mary Harris se convirtió en maestra, primero en Canadá y luego en Monroe, Michigan. Posteriormente se ganó la vida como modista en Chicago. De ahí se mudó a Memphis, Tennessí, en donde de nuevo trabajó como maestra. Conoció y se casó con George Jones. Jones era miembro de un sindicato incipiente, la International Iron Molders Union [la Unión Internacional de Moldeadores de Hierro], por lo que Mary se familiarizó de primera mano, a través de él, con la importancia de los sindicatos. Éste se convertiría en uno de los principales temas de su vida.


En 1867, Mamá Jones escribió en su autobiografía, “una epidemia de fiebre amarilla azotó Memphis… Uno a uno, mis 4 hijos pequeños enfermaron y murieron. Lavé sus cuerpecitos y los preparé para enterrarlos. A mi esposo le dio la fiebre y murió. Me senté sola durante noches enteras de duelo. Nadie vino a verme. Nadie podía. Otros hogares fueron asolados como el mío”.


Pasarían 30 años antes de que volvieran a llamarla Mamá Jones, aunque eso sucedió en una situación muy diferente. Dejó Memphis con la carga de su pena, pero también con la conciencia de la miseria causada por la avaricia, así como el conocimiento de lo que podría hacerse para combatir esa miseria, es decir, organizarse, unirse, trabajar juntos como colectividad. Iba en camino de convertirse en campeona de los sindicalizados y sus familias.


No se sabe con seguridad cómo fue que se radicalizó, ni cómo llegó a considerarse a sí misma como una fuerza activa del movimiento por la sindicalización del trabajo. Su autobiografía es incierta sobre esto. Sabemos que formó parte del Ejército de Coxey en 1894 [una marcha de desempleados a Washington, DC, dirigida por el populista Jacob Coxey], que exigió al gobierno la creación de puestos de trabajo. Marchó por delante del contingente, para recaudar dinero y provisiones. Tenía 57 años al comenzar a vivir por el camino por el que avanzó durante 3 décadas. Vestida de negro, con ropas de matrona, empuñaba el estandarte de la justicia para sus hijos, los hijos e hijas del trabajo.


Quien primero la llamó Mamá Jones fue un periódico, en 1897, durante una huelga minera en que participó. Fue un título que ella reclamó para sí misma el resto de su vida. Trabajó para el Partido Socialista, el sindicato de Trabajadores Unidos de las Minas, y por su cuenta contribuyó todo lo que pudo para hacer más equitativa la situación de sus compatriotas. Creía que los trabajadores podían y debían colaborar mutuamente, educarse, y reivindicar las grandes tradiciones democráticas de su país. Consideraba a los ricos como obstáculos avariciosos e inmorales en el camino de la consecución este objetivo.


En 1897, participó en la huelga de mineros del carbón de Pennsylvania. Como era típico de ella, dio discursos, organizó la colecta de comida de los granjeros locales y participó en mítines para elevar el espíritu de lucha de los mineros. Esta huelga ganó y la reducción salarial que la motivó fue cancelada. Extrajo una lección simple de esta experiencia: sólo el poder de los trabajadores, al afrontar la avaricia de los propietarios, podrá lograr los cambios que se necesitan.


Posteriormente se vería envuelta en huelgas de mineros del carbón en Virginia Occidental y Colorado, así como en la agitación entre los trabajadores de todos los ámbitos por la sindicalización y el socialismo. Fue una mujer completamente intrépida e involucrada en una labor que era grandemente peligrosa. Los propietarios enviaban esquiroles a romper las huelgas. También pagaban a matones privados para atacar a los huelguistas, volar las casas de los huelguistas, e incluso secuestrar a sus hijos para así abatir su espíritu de lucha. Mamá Jones siguió participando entusiasta, incluso bien entrada en sus ochentaitantos.


En un sentido, podría decirse que el sindicato —principalmente el de Trabajadores Mineros Unidos, para el que trabajó intermitentemente muchos años por un pequeño salario, pero también para cualquier sindicato para el que se encontrara trabajando— reemplazó para ella a su familia perdida y que sintió que su maternidad alcanzaba a esos 'chicos', como llamaba a los mineros, con gran pasión.


Ellos a su vez la llamaban “la estrella de la esperanza”, o, de acuerdo con la frase del dirigente socialista Eugene V. Debs (1855-1926), como “una moderna Juana de Arco”. Un observador escribió sobre ella después de una huelga exitosa de mineros del carbón en Pennsylvania, “¿Cómo lo hace? Por el mayor de los poderes, el poder del amor. Ama a sus 'chicos' —sean polacos o bohemios, irlandeses o estadunidenses— y les enseña a amarla”.

Tenía una notable habilidad para influenciar a las mujeres y a los hombres. Estaba profundamente comprometida con el ideal de la mujer europea o estadunidense que se ocupa de su familia, cocina, lava, cría y se mantiene por fuera del mundo laboral cotidiano. Para ella las esposas de los trabajadores debían apoyar a sus hombres en las huelgas y las protestas, así como en las actividades sindicales para que pudieran proveerles de lo necesario.


Una vez dijo: “en ningún sentido de la palabra simpatizo con el sufragio femenino. En una larga vida de estudiar estas cuestiones he aprendido que las mujeres están fuera de lugar en el trabajo político. Ya hay una gran responsabilidad sobre los hombros de las mujeres —la de cuidar y criar a las generaciones venideras.”


Había sido madre de 4 hijos y su terrible pérdida había quedado grabada con fuego en su alma. Quería que se cuidara a cada niño y sentía que sólo las madres en el hogar podrían hacerlo.


Con todo, fue una feminista radical que creía en los ideales socialistas de igualdad. Pasó la segunda mitad de su vida haciendo labores 'de hombres' a su manera. Fue muy buena en esto. Mostraba una voz y una presencia cautivadoras, que no fueron la menor de las razones por la que un oponente la describió como “la mujer más peligrosa del país”. En más de una ocasión fue capaz de dirigir una audiencia presidencial. Sostuvo conversaciones privadas con hombres ricos e influyentes como los Rockefeller, padre (1839-1937) e hijo (1874-1960).


En 1902, dirigió una cruzada infantil para sacar a los niños de las fábricas e insertarlos en las escuelas. Puesto que ella también sentía que las mujeres pertenecían al hogar, trabajó como un hombre para liberar a las mujeres y niños de las fábricas al hacer que los propietarios pagaran salarios suficientes a los hombres, de manera que no hubiese la necesidad de que toda la familia trabajara en esos puestos tediosos y tan frecuentemente peligrosos.


Como una madre, infundió coraje a sus chicos. He aquí algunas de las palabras que pronunció durante la Huelga de Carbón de Colorado, durante la segunda década del siglo: “Han permitido que unos pocos hombres los mangoneen, que los maten de hambre, que abusen de sus mujeres y niños, que les nieguen a ustedes el acceso a la educación, que los conviertan en peones —más bajos y menos libres de lo que eran los esclavos negros antes de la Guerra Civil (1861-1865). ¿Qué les pasa? ¿Tienen miedo? ¿Temen a sus lastimeros jefecillos?… No puede creerlo. No puedo creer que sean tan cobardes…”


Sus propias afirmaciones sobre los dueños de las minas dejaban claro que ella no temía. Describió a John D. Rockefeller Jr. (1874-1960) como una “rata insultante” y a su padre como “el mayor asesino que ha producido nunca esta nación”. Tronó contra los propietarios de las acerías luego de la Primera Guerra Mundial “La guerra ha hecho a los señores del acero más ricos que los emperadores de la Antigua Roma”.


Su biógrafo, Elliott J. Gorn, escribió sobre ella, “La manera en que vivió su vida Mamá Jones quitaba el aliento. Ajustó su apariencia para encajar con cada noción sentimental sobre las madres. Luego subvirtió la idea misma de feminidad dulce y tierna en que se basaban esos estereotipos con sus discursos electrizantes, profanos y vituperantes. No se esperaba que las mujeres —en especial las ancianas— tuvieran opiniones sobre la política y la economía; no se esperaba que viajaran solas; se les consideraba demasiado delicadas para la controversia. Y ahí estaba ella, arengaba a los trabajadores, regañaba a los políticos, atacaba a los 'piratas' y decía a las mujeres que tomaran las calles, todo bajo la cobertura de la sagrada maternidad”.


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Ciertamente no se trataba de una dama según la definición convencional, ¡pero vaya que era una dichosa mujer, a su propia manera, una mujer capaz de hacer muy malas pasadas! Así fue Jane Addams (1860-1935).


Addams nació en pueblo pequeño de Illinois en 1860, su padre fue un exitoso negociante y legislador estatal conocido por su rectitud moral. Su madre murió cunado tenía 3 años, dejando a la pequeña Jennie bajo el cuidado de su padre. De él aprendió un profundo sentido de angustia hacia la vida tal como era.


Ella recordaba su dolor abrumador por la muerte de su amigo, Abraham Lincoln (1809-1865), cuando no tenía más de 5 años de edad. Aprendió pronto sobre lo que llamó “el enigma de la vida y la muerte aprieta fuerte: ser joven una vez, para envejecer y morir, todo llega a eso y luego una jornada misteriosa hacia lo Desconocido”.


Después recordaría a la familia de una persona conocida que perdió 4 hijos durante la Guerra Civil (1861-1865) y luego el quinto moriría en un accidente de cacería meses depués de regresar vivo del conflicto. Escribió a propósito de esa tragedia que “nuestros jóvenes corazones se hinchan en una primera rebelión contra aquello que Walter Pater (1839-3894) llama 'los inexplicables defectos, o desventuras, de parte de la vida misma'; estábamos abrumadas por esa gran pena hacia las cosas como son, tanto más misteriosas e intolerables que aquellas penas que sútilmente pensamos que marcan las fechorías perpetradas por las personas.”


Si esta joven compasiva no podía cambiar al universo —“a las cosas como son”— pudo trabajar para cambiar las cosas que evidentemente causadas por los errores y la maldad humanas. Eso es precisamente a lo que dedicó la mayor parte de su vida.


Estudió en el Seminario Femenino Rockford, donde conoció a Ellen Gates Starr (1859-1940), con quien encontró y codirigió Hull House [un centro de preparación para la vida independiente, en Chicago, que proveía de servicios sociales, de salud, educación y capacitación principalmente a los jóvenes que salían de los orfanatos por ser mayores de edad]. El mismo año en que se graduó, 1881, murió su padre, con lo que se desvaneció cualesquier ilusión que todavía albergara a propósito de la justicia y equidad de la vida.


Pasó 8 años más vagando por mundo, en busca de su misión. Esto incluyó dos prolongados viajes a Europa y una vida bastante cómoda. Lo que aprendió, como lo observa su biógrafa, Jean Bethke Elshtain, es que “que no puedes ser universal en todas partes, menos en tu propio patio trasero…” Llegó a una ética que puede “practicarse, más que formalizarse”, una ética que destaca “no lo atractivo del riesgo extremo, ni de las enseñanzas más obscuras de la violencia y la dominación”, sino más bien de “una celebración de la cotidianidad, del mundo prosaico, de sus prácticas y valores, nada espectaculares y que avanzan paso a paso…”


La Hull House se convirtió en el centro de su vida en 1889. Había decidido que el matrimonio estaba bien, pero que no sería bueno para ella. Luego decidiría mudarse, junto con su amiga Ellen Starr, a uno de los vecindarios más pobres de Chicago, compró una casa y vivió en ella, hizo de esa casa un centro de cultura, educación y reforma social. Era un lugar precioso, con decoración y mobiliario exquisitos, diseñados para elevar la mente y el corazón.


Su ubicación en la Calle Halstead las colocó en un área con 9 iglesias y 250 cantinas, poblada casi exclusivamente por inmigrantes que, de acuerdo al recuento de Addams pertenecían a unos 18 grupos nacionales diferentes. La Hull House patrocinó clases, conferencias, capacitación sobre dietética, atletismo y clubes para hombres, mujeres, niños y niñas. Tenía un jardín de infancia, una enfermería, el primer parque público para juegos, una guardería, un grupo teatral, un grupo coral, un club de Shakespeare y un club de Platón.


La Hull House fue un lugar de gran belleza en medio de una gran pobreza, no era una belleza que se burlara de las tradiciones de la gente a la que servía, sino una que respetaba sus tradiciones y su sentido estético. Duro como fue, por ejemplo, Addams llegó a entender que el alcohol también podía ser un medio de compartir hospitalidad.


También llegó a entender, especialmente bajo la influencia de Florence Kelley (1859-1932) que llegó a vivir a la Hull House en 1891, la importancia de escuchar a los inmigrantes para encontrar formas de resolver sus problemas. Addams llegó a desarrollar una elevada estima por las soluciones que parten de abajo hacia arriba, y sustentó esta actitud en una idea de la democracia directa del tipo más fundamental.


Tal vez lo más central en su vida activa fue un entendimiento del cuerpo femenino como madre. Para ella, la mujer es el símbolo del poder generador de nueva vida, de la fecundidad. Para Addams, que eligió no ser nunca una madre biológica, esta imagen de la maternidad se extendía mucho más allá de lo biológico para incluir la manera en que uno vive en la sociedad. Las madres, sintió, tienen un rol esencial para cuidar y animar las comunidades y las ciudades, así como a sus familias. Finalmente, amplió ese rol maternal para incluir en él a las naciones.


Addams creía en el papel esencial de la mujer como madre. Ese papel comenzaba en la casa, pero al poco tiempo de haber fundado la Hull House, reconoció la necesidad de la acción social y llamó a las mujeres a llegar más allá de su casa con el objetivo de proteger el hogar.


Practicó lo que predicó. En 1894, consternada por la precaria recolección de basura en su vecindario, logró colocarse en la posición de Inspectora Sanitaria del Distrito XIX. Para ejecutar esta tarea, junto con otra residente de Hull House caminó detrás de los recolectores de basura para asegurarse de que hiciesen bien su trabajo. Tan mal lo hicieron que Addams adquirió el contrato para recolectar la basura ella misma.


Elshtain describe lo que sucedió: “…ella y Amanda Johnson siguieron diligentemente los carros de la basura e insisitieron en que se incrementara la cantidad de carros para que se realizara la recolección adecuadamente. Fueron infatigables. Los caseros fueron llevados a la corte por no ofrecer contenedores apropiados para juntar la basura. Addams y Johnson hicieron arreglos para la remoción de los animales muertos cuyos cadáveres en descomposición contaminaban las calles y callejones.”


Addams también se involucró en cuestiones raciales, describió a la raza como “la situación más grave” en la vida de los EUA. Luchó en muchos frentes por la igualdad para toda la gente en una época en la que la mayoría de sus conciudadanos pensaban que era perfectamente apropiado discriminar a la gente de color.


Addams entendió la importancia de que la gente mayor contara sus historias. Y no se refería marginalmente a los inmigrantes mayores, que frecuentemente no hablaban inglés, cuyos espíritus se hundían al contemplar su vida arrancada de sus raíces. Ella hizo posible que esta gente contara sus historias. Los escuchaba. Incluso arregló que muchos de ellos las prepararan para su publicación. Fue como una madre también para quienes eran demasiado viejos para abrirse camino en la extraña sociedad de los EUA, hacia la que su destino los había conducido.


Addams era pacifista, creía que el antagonismo no era necesario. Contempló la Huelga de Pullman de 1894 bajo esa luz y también la Guerra Civil (1861-1865). Consideraba a la humanidad como una especie de familia en la que podían presentarse erupciones de vez en vez, pero en la que los vínculos de parentesco eran lo que más contaba.


John Dewey (1859-1952) contó que escuchó a Ellen Starr hablar sobre los primeros días de la Hull House, cuando todo el proyecto era visto con sospecha por la gente que vivía por la Calle Halstead. Starr recordaba que una vez, al platicar sobre la Hull House con alguna gente, un hombre repentinamente la escupió en el rostro. Tan sólo se limpió el escupitajo y prosiguió su platica, sin poner ninguna atención al insulto.


Fue esa ecuanimidad lo que le ganó el respeto de la gente e hizo posible que la Hull House hiciera su labor.


Al arreciar la presión y con la entrada de los EUA a la Primera Guerra Mundial (1914-1918), Addams se mantuvo firme en sus opiniones de que la guerra era errónea. Había publicado un libro sobre sus convicciones en 1907, Los mas nuevos ideales de la paz. La llegada de la guerra no cambió sus ideas sobre el patriotismo, en cuanto a que el único patriotismo honorable se basaría en la compasión por los ciudadanos del país, no en la perturbación violenta de la guerra.


Fue fundadora del Partido de Mujeres por la Paz, en 1915, una organización que se transformó en la Liga Internacional de Mujeres por la Paz y la Libertad (WILPF). En plena la guerra, junto con más de 1,300 mujeres de 12 países que se reunieron en La Haya, Países Bajos, hicieron un llamado en pro de un arbitraje internacional que pusiera fin a la violencia inmediatamente. En ese llamado se incluían propuestas y pronunciamientos muy nobles que posteriormente se han aplicado o al menos intentado: los frutos de la conquista no deben ser reconocidos, debe establecerse una corte internacional permanente para mediar en las disputas, no debe haber transferencias territoriales sin el consentimiento de sus habitantes, la prohibición de los tratados secretos, por el comercio libre, por la libertad en los mares, por el desarme universal, por la extensión del sufragio a las mujeres.


Addams y quienes compartieron su visión actuaban en el espíritu de la proclamación del primer Día de la Madre por Julia Ward Howe (1819-1910), que entre otras cosas decía “¡La espada del asesinato no es la balanza de la justicia! La sangre no limpia el deshonor, ni la violencia es señal de posesión”.


Jane Addams fue una dama, pero fue, como Mamá Jones, una muy poderosa, una muy buena mujer, una madre tierna, amorosa, lista y capaz para tantos en la sociedad que o no tenían una propia, o cuya madre simplemente no pudo llevar las cargas de la vida como estas damas.



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Y ahora llegamos a Tutu, Evelyn Emily Josephs Phifer, mi madre, nacida el 11 de junio de 1908, el día en que se casaron los padres de su futuro marido. Al nacer su primer nieto, le preguntaron a mi madre cómo le gustaría que le dijera. Ya lo había pensado. “Tutu”, dijo, “la palabra hawaiana para abuela”. Y desde ese día fue Tutu.


Mi madre creció en Charlotte, Carolina del Norte, hija de inmigrantes provenientes de Baalbek, Líbano. Tuvo una crianza sureña muy tradicional de principios del siglo XX, lo que significa que se le enseñó a posponer su trato con los hombres, a entrenarse para ser una buena madre y ama de casa, así como a practicar un cierto decoro y formalidad compatibles con mostrarse siempre. Esto le sirvió bien al casarse con un ministro, pues hasta hace pocas décadas era completamente cierto que se mantenía bajo un escrutinio permanente y detallado a las esposas de los ministros, a la caza del más pequeño error social o comportamiento inapropiado. Nada semejante cruzó jamás por la mente de mi madre, estoy seguro de ello.


Se casó con papá hace 75 años y disfrutaron —de verdad lo disfrutaron— de 71 años y 9 meses juntos. La primera lealtad de mi madre era hacia Papá, un vínculo que como niños siempre tratábamos de romper sin lograrlo jamás. Entendió que si los padres se mantenían unidos por el amor, los hijos prosperarían, incluso en los momentos en que no lo entendieran.


Y ahí estábamos 3 de los hermanos, nacidos en 1932, 1938 —mi año de nacimiento— y 1947.


Aunque debido a las considerables diferencias de edad hubo muchas diferencias en cómo nos criaron, básicamente papá y mamá fueron los mismos a lo largo de los casi 40 años que nos de activa parentalidad que les tocó en suerte ejercer.


Sólo por detrás de su papel como esposa de papá y su constante ayuda en el remolino social que era gran parte de su vida como ministro presbiteriano, estaba su papel como nuestra madre. Nunca fingió ser imparcial y objetiva sobre sus hijos.


Sin duda éramos los tres mejores hijos que habían existido jamás. Mi hermano Bill, al escribir sobre ella, luego de su muerte, dijo “siempre le dije que era mi madre sin prejuicios; si me caía y me iba de boca, me habría caído mejor que cualquiera”. Llamaba a mi hermano Bob, “mi hijo precioso”. Los compañeros de la secundaria recuerdan todavía el día de hoy día la voz maternal con acento característico sureño que resonaba en los juegos de futbol americano si yo hacía algo —anotar un touchdown, dejar caer el balón (fumble), fallar la tacleada, tropezarme con mis propios pies —“¡Ese es mi chico! ¡Ese es mi chico!”


No siempre quería ser su chico. Frecuentemente me sentía incómodo con sus explosiones de efusividad por las cosas que hacía. Para mí, se trataba sólo de las cosas que yo hacía. Para ella, eran señales de mis logros en la historia de la raza humana: actuar com Batman con mi capa, o como Linterna Verde con mi máscara; ganar un pastel de frutas en una lotería en el teatro Belle Meade; haber almorzado con Jane Goldberg —cuando en realidad almorzábamos 7 personas en esa ocasión—, esa era la versión de mi madre sobre la que habría sido mi primera cita.


Mamá nos amó fieramente y, como llegué a valorar con el tiempo, realmente se maravillaba de casi cualquier cosa que hiciéramos. No es una mala actitud para aplicarla a tus hijos, o sobre la vida. Todo lo contrario, es de verdad maravillosa.


Mamá era fastidiosa en cuanto a su vestimenta personal y a la casa que atendía, esta era una tendencia desafortunada con tres chicos energéticos que cuidar. Todavía puedo recordar la mirada de horror en su rostro cuando salí repentinamente del cajón del carbón, más cubierto de suciedad que el personaje Pig Pen de Charles Schulz (1922-2000) en la tira Peanuts. Se me dijo que me quedara totalmente quieto mientras corría ella por la manguera para lavarme antes de que pudiera ensuciar algo.



Tampoco pareció muy contenta cuando mi pierna derecha de nueve años de edad se las arregló para zafar de una patada la pata de su mesita de café de la sala.


Pero de alguna manera, pese a su ira inicial ante semejantes episodios y decepciones por cosas como cuando me sacaron de la clase de danza, o cuando me volví Unitario, nunca se apegó a su ira por mucho tiempo, nunca me dijo que fuera despreciable por no haber cumplido sus expectativas. Siguió presumiendo de mí.


Mi madre ajustaba las comidas a las especificaciones personales de sus hombres, lo que a veces significaba cocinar diferentes platillos para una reunión ante la mesa del comedor. Hacía esto sin esforzarse, o eso aparentaba, como el bateador Andruw Jones al correr hacia atrás para atrapar una bola al vuelo. Hacía mis almuerzos cuando tenía trabajos de verano, hacía mi cama cuando era yo demasiado flojo para hacerla, se aseguraba de que me cortase el pelo regularmente, compraba y lavaba mi ropa, curaba mis heridas, me cuidaba cuando estaba enfermo y a veces sonreía mientras le comentaba de numerosas crisis que experimentaba.


Nunca perdió la fe en mí, ni en mis hermanos. No es esta una mala definición de lo que significa ser una buena madre, o un buen padre.


Y fue una buena madre, así como una buena mujer. Aguanto las adversidades del envejecimiento con enorme gracia, simplemente al soportar la artritis, el herpes y la neuralgia que le quedó como secuela, la osteoporosis y la falla cardiaca congestiva, pues aguantó todas estas cosas con una sonrisa, un regocijo silencioso ante la belleza de las flores que la rodeaban en Hawaii, los pájaros que le cantaban, la calidez y amabilidad que nunca olvidó atesorar.


Tutu nunca trabajó fuera del hogar luego de casarse. No tenía ningún rol que desempeñar en la sociedad amplia, nada como lo que Jane Addams y Mamá Jones hicieron. Pero como ellas, fue todo lo que se podía pedir de una madre y estoy agradecido de que lo fuera para mí.



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Tres madres muy diferentes, pero todas dieron fe de ciertas cualidades que definen lo que es una buena madre.


Una de esas cualidades es el cuidado y la protección, una cualidad espiritual, una actitud, una forme de ser que incluye proteger, apoyar y ayudar a propiciar la maduración, o la recuperación de la salud, o el pleno gozo de los derechos humanos.


Una segunda cualidad es la disposición a ensuciarse las manos —como Mamá Jones hizo al ir a la cárcel, al dormir en jacales y en el suelo, al nunca temer enfrentarse a hombres malvados; como Jane Addams lo hizo al cuidar niños enfermos, recoger basura y entrando a la crispación de la política corrupta para limpiarla; como Tutu lo hizo al dar a luz, lavar nuestra ropa sucia y arreglar el desastre que puede causar la enfermedad.


En tercer lugar, cada una de estas mujeres poseía la cualidad de siempre estar ahí, de ser una presencia con la que uno sabía que podía contar, de no reservar sólo ciertas horas para hacer su trabajo, sino de hacer lo necesario cuando se requiriese; frecuentemente no se trata de que esta gente con autoridad tenga que hacer algo en particular, pero saber que lo harán en el momento que se requiera es un consuelo y una bendición.


Que estas 3 breves historias de 3 madres inspiren a cada persona a recordar agradecidos a alguna madre que haya resultado vital en algún momento de su vida. Si todavía viven y no lo han hecho aun, ¿por qué no manifestarles su gratitud?.


BIBLIOGRAFÍA

Jean Bethke Elshtain, JANE ADDAMS AND THE DREAM O AMERICAN DEMOCRACY: A LIFE, Basic Books, 2002.

Elliott J. Gorn, MOTHER JONES: THE MOST DANGEROUS WOMAN IN AMERICA, Hill and Wang, 2001.

Louis Menand, THE METAPHYSICAL CLUB, Farrar, Straus and Girous, 2001, pages 306-316.


Las madres (3 historias) height="500" width="100%" rel="media:document" resource="http://d.scribd.com/ScribdViewer.swf?document_id=15560939&access_key=key-1ro19fzojv09f62teyub&page=1&version=1&viewMode=" xmlns:media="http://search.yahoo.com/searchmonkey/media/" xmlns:dc="http://purl.org/dc/terms/" > value="http://d.scribd.com/ScribdViewer.swf?document_id=15560939&access_key=key-1ro19fzojv09f62teyub&page=1&version=1&viewMode=">     Las madres (3 historias) Francisco Javier Lagunes Gaitán A través de 3 historias de maternidad, una defensora de derechos sindicales, una pacifista y educadora comunitaria, y una madre biológica entregada a sus hijos, el ministro unitario, y reconocido humanista religioso, Kenneth W. Phifer, hace una reflexión hisórica sobre los roles de la maternidad.

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