viernes, 20 de junio de 2008

Por esto soy unitario


Washington, D.C.
Domingo 14 de octubre de 2007
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Nuestra lectura de esta mañana es de la historia de la creación en el Libro del Génesis. Puede que algunos de ustedes no sepan que realmente aparecen dos narraciones en el mismo capítulo del Génesis y que describen, de dos maneras muy diferentes, la creación del hombre y de la mujer. La primera narración, que tiende a ser más conocida, es aquella en la que Dios crea al hombre y luego toma una costilla del tórax de Adán y crea con ella a la mujer. Esta es la que podríamos llamar, la versión feminista de la historia de la creación. Notarán la diferencia en esta historia, también del Libro del Génesis, Capítulo 1, versículos 26 al 31:

Entonces dijo: "Ahora hagamos al hombre a nuestra imagen. Él tendrá poder sobre los peces, las aves, los animales domésticos y los salvajes, y sobre los que se arrastran por el suelo."
Cuando Dios creó al hombre,
lo creó a su imagen;
varón y mujer los creó,
y les dio su bendición:
"Tengan muchos, muchos hijos;
llenen el mundo y gobiérnenlo;
dominen a los peces y a las aves,
y a todos los animales que se arrastran."

Después les dijo: "Miren, a ustedes les doy todas las plantas de la tierra que producen semilla, y todos los árboles que dan fruto. Todo eso les servirá de alimento. Pero a los animales salvajes, a los que se arrastran por el suelo y a las aves, les doy la hierba como alimento."

Así fue, y Dios vio que todo lo que había hecho estaba muy bien. De este modo se completó el sexto día.




El pasado enero, justo antes de dejar el país para mi periódo sabático ministerial, recibí una llamada en mi teléfono móvil con un número y código de área que no me eran familiares –
la clase de llamada que usualmente dejo que se desvíe directamente al buzón de voz. Esta vez, contesté. Al principio no reconocí la voz que me hablaba desde el éter digital, pero luego de una o dos frases repentinamente me di cuenta. Y me sentí como si, de nuevo, fuera un muchacho joven, inquieto junto a mi abuela en la banca de una iglesia presbiteriana de tablas blancas sobrepuestas, mientras jugueteaba con el boletín eclesial. "Hola, Rob", me dijo la voz; era mi pastor de la infancia. No habíamos hablado en años.




El Reverendo Converse P. Hunter habla con una profunda voz de bajo, con una textura rasposa producida por muchos años de fumar. En persona mide más de 1.82 metros, pero en el púlpito, cualquiera pensaría que mide cerca de 2.12 metros. Delgado y de pelo gris, ha tenido una personalidad ministerial bien equilibrada –con autoridad, pero accesible; preparado, pero no presuntuoso; propio y comedido, pero no aburrido. Al teléfono, el reverendo Hunter y yo nos pusimos al tanto de las noticias de interés común, al hacernos preguntas sobre nuestras familias y al intercambiar cortesías, pero no desperdició mucho tiempo antes de ir al punto.

"Así que, Rob", me dijo, y al decir
"Así que, Rob" fue como si, una vez más, me mirara desde lo alto del púlpito con sus lentes de lectura. "Así que, Rob, escuché que eres unitario" [risas]. Es un poco intimidante que tu pastor de la infancia te cuestione sobre por qué dejaste esa iglesia. Aunque no sentí un tono juzgador en su voz. En todo caso, me pregunté si no sería que más bien se sentía en algún modo culpable por mi caída de la gracia, mi alejamiento del presbiterianismo, pues el tono de su siguiente frase fue más suave y de pregunta. "Dime, Rob, ¿por qué te hiciste unitario?" Di al reverendo Hunter la respuesta corta por teléfono ese día, pero desde entonces he venido sintiendo que le debía una explicación más completa. También pensé que podría ser de ayuda para algunos de ustedes escuchar esta historia. Tal vez has llegado a esta fe desde otra iglesia, o tal vez seas un buscador y aun bregas por encontrar un hogar espiritual. En cualquier caso, he decidido compartir con ustedes hoy mi carta abierta a quien fue mi pastor, en la que le explico por qué soy unitario.




Estimado Connie (les dije que su nombre es Converse, pero todos lo llaman Connie).

Estimado Connie: Gracias por tu llamada telefónica. Cuán delicioso es saber de ti y que estás bien, y compartir contigo algo de mi jornada desde los presbiterianos hacia los
unitarios. Sentí como si te debiera la historia completa, aunque, decidí ponerla por escrito.

En primer lugar, Connie, permíteme agradecerte. Les agradezco a ti y a todos en la Iglesia Presbiteriana de Somerville por haber sido mi familia extendida mientras crecía, por haber visto un potencial en mí que yo no había descubierto, y por haberme provisto de muchas oportunidades de desarrollar liderazgo en el coro, en el grupo juvenil, y posteriormente en la mesa directiva de la congregación. Gracias, también, por tu ejemplo; es en gran parte debido a mi admiración por ti que llegué a considerar por primera vez la idea de convertirme en ministro. Así que gracias, Connie; les debo mucho a ti y a tu iglesia.

Pero así como fue benéfica para mí la iglesia durante mi adolescencia, fue durante aquellos años que se sembraron las semillas de mi salida. Anunciaste tu retiro, Connie, cuando yo estudiaba el segundo año de la preparatoria, justo cuando comenzaba mi periodo como miembro de la mesa directiva de la congregación. Justo el año siguiente, como sabes, estalló una gran división en la iglesia por el mismo asunto que ya había desgarrado antes a tantas iglesias, la cuestión de la homosexualidad.

Todo comenzó un día en el que una mujer que había asistido a la iglesia por varios años con su compañera se ofreció como voluntaria para enseñar en la escuela dominical. Parecía eminentemente calificada para la tarea. Después de todo, enseñaba en una escuela pública. Pero el comité de educación religiosa estaba dividido, así que llevaron la cuestión a la mesa directiva para que tomara la decisión. Perdona la metáfora, Connie, pero ahí fue cuando se desató el infierno. Hubo protestas en las reuniones de la mesa directiva, debates, foros y contra-foros, así como un intenso cabildeo dirigido a los integrantes de la mesa directiva. Debo mencionar que este era mi año final y que esperaba con ansiedad las cartas de aceptación de la universidad así que mis padres y yo llegamos a un acuerdo para que nadie tocara la correspondencia hasta que llegara a casa, luego de la escuela, y revisara si había alguna carta de aceptación.

En cambio, lo que recibí varias veces a la semana, fueron gruesas cartas dirigidas a mí provenientes de miembros de la congregación. Las cartas eran casi idénticas pero, como miembro de la congregación, por sentido del deber las leí completas. Siempre comenzaban por decir que a esa mujer no debía permitírsele enseñar a los niños debido a que la homosexualidad sería un pecado incompatible con el cristianismo. Llenaban el resto de las páginas con ese pasaje ahora demasiado familiar de la escritura (Levítico 20.13). "Si alguien se acuesta con un hombre como si se acostara con una mujer, se condenará a muerte a los dos y serán responsables de su propia muerte, pues cometieron un acto infame.
" En aquel entonces no tenía la educación bíblica que ahora tengo para entender el contexto histórico de aquellas prohibiciones, ni para darme cuenta de que, con el mismo aliento de voz, Dios también había denunciado a quienes usaran ropas que combinaran diferentes fibras, a quienes prestaran dinero a rédito, o a quienes comieran mariscos.

Además de las cartas la gente me retenía e insistía en que debía escucharla. En una ocasión mi maestro de español en la preparatoria, también miembro de la iglesia, me arrinconó en mi casillero para decirme, "Rob, si tuvieras hijos, tampoco querrías que esa gente les diera clase."

Connie, lo que no podías saber por aquel entonces, lo que ni siquiera había admitido ante mí mismo, era que soy gay. Sólo años después me di cuenta de que lo que me había sucedido durante mi participación de entonces en la iglesia es que había internalizado toda la condenación contenida en aquellos sobres. Lo que los conservadores religiosos consideraban que era la educación bíblica de un integrante de la mesa directiva resultó ser un ejercicio diario de correspondencia de odio. Cuando finalmente me di a conocer públicamente como gay, años después, estaba convencido de ser un pecador y de que el Dios que me había creado ya no tenía ninguna misión para mí. Por ello dejé la Iglesia Prebiteriana, Connie.




Incidentalmente, aprendí otra lección por aquel entonces. Como sabes, Connie, los liberales en la iglesia han sobrepasado en número a los conservadores, pese a estar menos preparados y organizados. No enviaron cartas, no citaron la escritura. Y años después me hice una promesa, o tal vez fue una promesa al adolescente confictuado que una vez fui. La promesa fue que nunca dejaría que la derecha religiosa se impusiera sobre mi vida de nuevo.
[aplausos] Y que nunca, nunca, dejaría que nadie me despojara de Dios otra vez. [aplausos]

Luego de la universidad, me mudé a Portland, Oregón, en donde de nuevo estaba la derecha, esta vez trataban de hacer aprobar una iniciativa antigay de alcance estatal. No me preguntes cómo seguí encontrándome en estas situaciones, Connie. Esta vez la correspondencia de odio llegaba por montones –llamativas mercaderías de campaña y anuncios de radio que me llamaban pecador. La única iglesia que se mantuvo firme al lado de la gente gay entonces fue la Iglesia Unitaria. La primera vez que entré vi que tenían adornadas sus paredes con lazos color rosado, en solidaridad, y que habían colocado carteles que decían, "Zona libre de odio". Un congregante abiertamente gay habló desde el púlpito ese día, llevando a su pequeño hijo en sus brazos. La predicadora habló sobre el amor de Dios por toda la gente, no sólo por alguna. Me sentí en casa.




Imagina esto, Connie: En una iglesia en la que no todos creen en Dios, fue donde redescubrí el amor de Dios por mí. Me encontré en medio de una diversa colección de agnósticos, buscadores y creyentes, de cristianos que meditaban como budistas y de budistas que cantaban gospel –este grupo heterogeneo me enseñó más de lo que jamás me enseñaron los presbiterianos sobre el amor de Dios. Por esto soy
unitario, Connie.

Ahora puede que te preguntes si mi única razón para ser
unitario es debido a que soy gay. La respuesta es que esta es la razón por la que llegué, pero no la razón por la que me quedé aquí. A lo largo de los años, he desarrollado un desacuerdo de verdad profundo con la ortodoxia cristiana, especialmente como la articula el padre del presbiterianismo, Juan Calvino. Fundamentalmente, este desacuerdo es sobre la naturaleza humana. Calvino y la ortodoxia sostienen que los seres humanos nacen depravados. Los unitarios creen que los seres humanos nacen con la capacidad para la bondad. Cuando bendecimos a los bebés en nuestra iglesia, Connie, celebramos que hayan sido creados a imagen de Dios, nacidos con una chispa de Dios [en español en el original]. [aplausos] Estas ideas contrapuestas sobre lo que significa ser humanos nos conducen hacia dos diferentes tipos de religión: una que se enfoca en el pecado humano y en su erradicación; y la otra que se enfoca en el potencial humano y en su desarrollo.




Tú yo sabemos, Connie, que los teólogos han debatido esta cuestión durante años y que la respuesta real probablemente esté en alguna parte intermedia entre los ortodoxos y los liberales religiosos. En tanto que humanos, somos en parte santos y en parte pecadores. Pero en tanto que la verdad sobre la naturaleza humana está en alguna parte intermedia, la esperanza para la raza humana, en mi opinión, está firmemente en un campo. Sólo una fe que crea en nosotros, sólo una fe que no nos trate como niños pequeños, sólo una fe que espere mucho de nosotros, puede ayudar a salvar ahora a la raza humana. El mundo se balancea demasiado cerca del borde del despeñadero de la destrucción como para revolcarnos complacidos en nuestros pecados. No nos queda tiempo para esperar que la mano poderosa de Dios nos salve de nosotros mismos. Necesitamos una fe que nos empodere a descubrir una salida del quebranto en el que nos encontramos. El mejor hogar para la humanidad está en esa fe. Para mí la mejor expresión de esa fe es el unitarismo universalista.

Connie, cuando hablamos por teléfono en enero, me hiciste una pregunta que me tomó por sorpresa. Me dijiste, "Rob, ¿canta bien tu congregación?" [risas] No estaba seguro de a qué te referías. Luego explicaste que la gente suele contar un chiste sobre los
unitarios que va más o menos así:

Pregunta: ¿Por qué cantan tan mal los unitarios?
Respuesta: Porque están demasiado ocupados tratando de leer por adelantado la siguiente estrofa para saber si están de acuerdo con esas palabras.
[risas]
He contado esa broma yo mismo algunas veces, Connie, y entre los
unitarios siempre suscita ciertas risillas de autorreconocimiento. Es verdad que a veces los unitarios pueden dejar que sus cabezas se atraviesen en el camino de sus corazones y sus espíritus. Y es verdad que a veces me gustaría que exhibiéramos un poco más de abandono en nuestra fe. Pero, Connie, no estoy seguro de que esa broma se ajuste a todas y todos los unitarios que he llegado a conocer. Lo que me resulta más sorprendente sobre los unitarios no es que sean escépticos, sino que sean buscadores: Buscadores de una fe amplia y generosa que los sostenga y nutra; buscadores de una comunidad de justicia que los ayude a sanar nuestro mundo.

Porque también soy uno de esos buscadores, Connie, ahí es donde he hecho mi hogar. Gracias por la oportunidad de compartir mi historia,y gracias por todo lo que me has dado.

Con respeto y amor,

Rob



P.S. Por favor, ven a Washington alguna vez y escucha cantar a nuestra congregación. [risas] Amén. [aplausos]



1 comentario:

Anónimo dijo...

Hola Francisco.
Gracias por traducir una muy bella carta. Ha sido una manera muy linda de descubrir varias coincidencias con el pensar y sentir de la Iglesia Unitaria. Saludos, Maggie