miércoles, 19 de noviembre de 2008

La humanísima reverencia


El lenguaje de reverencia es el lenguaje de la humanidad

Por Kendyl Gibbons, Verano de 2006, UUWorld (Trad. Fco.J. Lagunes Gaitán).



Desde que tuve uso de razón y conciencia, he estado en búsqueda de un lenguaje de reverencia. Soy hija de padres humanistas también soy producto de la educación religiosa unitaria universalista, conformada por la filosofía de la educadora religiosa Sophia Lyon Fahs (1876-1978). Ella promovió que se permitiera que las propias experiencias y el crecimiento de los niños los condujesen naturalmente a descubrir lo maravilloso y sagrado de la vida, en vez de imponerles textos o ideas religiosas. Así que construí mi teología a partir de mis propias experiencias, no de acuerdo a determinado esquema, sino más bien a partir de los materiales que he obtenido de la reflexión cuidadosa sobre el sentido de mi vida. Alabo la libertad de mi herencia religiosa y nunca he tenido un momento en el que en el que me haya parecido verosímil que alguna personalidad sobrenatural autoconciente realmente rija el universo. Sin embargo, este enfoque tiene sus inconvenientes.

Como joven unitaria universalista en la década de 1960, recibí educación sobre la sexualidad humana de una manera relativamente abierta; la experiencia religiosa humana, en contraste, era un libro cerrado. Descubrí mi espiritualidad de una forma muy parecida a la que mis compañeros criados en en tradiciones de fe más conservadoras descubrieron su sexualidad —accidental y furtivamente, sin una guía, movidos por mareas interiores abrumadoras y con cierta sensación de vergüenza. Anhelaba vehementemente el organdí blanco de los vestidos de Primera Comunión y las velas de la menorá de mis vecinos. Secretamente memoricé la plegaria "Mi Reino" de Louisa May Alcott (1832-1888), escrita a sus 13 años de edad y cantaba antes de dormir "Por la belleza de la tierra". Sentía fascinación por la vida secreta de las monjas. Anhelaba que alguien, cualquiera, tomase en serio mi capacidad infantil para la devoción. Pero las semillas plantadas en vasitos de papel junto a la ventana de la escuela dominical, el pájaro muerto descubierto en el patio, los himnos caligráficos en We Sing of Life [el himnario unitario infantil muy innovador para 1955 en el que se incluyen como himnos religiosos canciones que reflejan asombro reverente y fascinación que usualmente quedaban fuera de una visión teísta tradicional de lo religioso] y la Comunión de las Flores cada año estuvieron entre los escasos recursos de que me proveyó mi educación religiosa liberal. Para mis padres y maestros —que en su mayoría se habían criado en otras tradiciones religiosas— la ausencia de textos, de rezos repetitivos, de sacramentos, de objetos santos y de libros moralistas ilustrados representaba la libertad. Pero ante la ausencia de un lenguaje para expresar mi sentido emergente de lo sagrado y la maravilla, llegué a sentirme justo al revés de como ellos se sentían: carente de las herramientas necesarias para entender o expresar esas experiencias.



Batallé inútilmente con cierta forma de culpa por este anhelo mío, hasta que maduré intelectualmente lo suficiente para reclamar para mí misma la rica herencia de las culturas religiosas de la humanidad. Lo hice con avidez, sin nada del literalismo que aflige a los fundamentalistas, trátese de los ortodoxos o de los humanistas seculares. Como estudiante de religión en la universidad, leí a las místicas cristianas, a los maestros Zen y a los poetas taoístas. Estudié el arte y la arquitectura, la música y los misterios de las religiones del mundo y descubrí cómo construían el paisaje de la experiencia espiritual. Lo que buscaba era alguna forma de traer un orden a lo que siempre había traído dentro de mí. Y encontré todo un universo de almas, a través de cada cultura y tradición, que lo sabían todo al respecto.




Fue así que, con gran interés e involucramiento personal, he seguido la conversación reciente entre varios unitarios y universalistas que exploran el llamado por un lenguaje, o un vocabulario, de reverencia. Como alguien criada dentro de nuestra tradición, que reivindica nuestro peculiar dialecto humanista como su lengua materna, aporto aun otra perspectiva.


Veo al menos 3 diferentes propósitos por los que podríamos encontrar útil tener un lenguaje reverente: para responder en el momento a nuestras experiencias de asombro y comunión; para describir esas experiencias a otros; y para propiciar tales experiencias, tanto en nosotros, como en otros.


Es un gran regalo cuando esos momentos reverentes de éxtasis y agonía nos exigen producir una expresión novedosa, una respuesta espontánea desde nosotros. Pero sólo raramente surgen de nuestros labios himnos completamente compuestos. La mayor parte de las veces encontraremos que nuestras respuestas toman la forma de las imágenes y la música, de los gestos y costumbres que hemos aprendido. Aprendemos qué hacer con nuestros sentimientos a través de observar a quienes demuestran como se ve el amor en acción, o cómo soportar el dolor —o ciertamente, cómo expresar reverencia. Aprendemos a orar al mirar cómo lo hacen quienes admiramos y cómo encuentran consuelo. Aprendemos cómo comportarnos ante la presencia de la muerte al transitar por los rituales de nuestra cultura. Aprendemos los himnos que escuchamos cantar.


La experiencia ante la que hemos de responder es únicamente nuestra, pero nuestras opciones para responder de una manera que nos llene se amplían al conocer cómo lo ha hecho otra gente. Cuando salí de la proyección de La lista de Schindler anhelaba desesperadamente una plegaria para recitarla, un acto de contricción, un reconocimiento de santidad, una bendición por los muertos, algo para llevar el peso de la historia y los usos humanos. En ese momento, la pizarra en blanco de la libertad teológica y la diversidad resulta un espejo estéril. Se necesita para estas ocasiones un vocabulario de reverencia listo y a la mano. Frecuentemente no lo encuentro.



Al estar en situación de describir nuestras experiencias de reverencia los unos a los otros, especialmente a través de diversas culturas, por lo que más hay que esforzarse es por la claridad. Los pensadores, desde Sigmund Freud (médico, neurólogo, librepensador y creador del sicoanálisis, 1856-1939) y Carl Gustav Jung (siquiatra, sicoanalista de la sicología profunda, estudioso de los sueños y la cultura, 1865-1961), a William James (filósofo, sicólogo de la religión, 1842-1910) y Joseph Campbell (historiador de la religión, mitólogo, 1904-1987) han explorado los aspectos en común de la experiencia religiosa en el marco de la dinámica de la personalidad humana y la cultura. Las diferentes tradiciones pueden usar nombres e imágenes diversos, pero estos arquetipos conceptuales tratan con realidades interiores compartidas. Es aquí dónde las observaciones desapasionadas de la sicología y la antropología pueden ayudarnos y resultan apropiadas.


Desde hace mucho los humanistas religiosos han sostenido que el fenómeno de la reverencia es una experiencia humana que ocurre independientemente de las creencias religiosas. Los sentimientos de reverencia pueden experimentarse en un marco de ateísmo, agnosticismo y politeísmo, justo tanto como en uno monoteísta. "La reverencia corre a través de las religiones e incluso por fuera de ellas a través del tejido de cualquier comunidad, sin importar cuán secular o laica sea ésta", escribe el profesor de estudios clásicos Paul Woodruff en su obra de elegante título Reverence: Renewing a Forgotten Virtue [La reverencia: renovación de una virtud olvidada]. "Podríamos dividirnos por nuestras creencias, pero nunca por la reverencia". En una tradición tan diversa como la unitaria universalista, el lenguaje que usamos para describir nuestras experiencias de reverencia será más útil si es verídico, claro y bien informado.


En contraste, al buscar evocar experiencias de reverencia, como ministros o laicos, lo que más nos servirá es un lenguaje que sea poético, evocativo y metafórico. Esto significa reconocer que lo que es poderoso no siempre es racional. El vocabulario que ha sido grabado sobre la piedra de nuestras conexiones neurales a lo largo de nuestra vida tiene su efecto, con independencia de nuestras opiniones intelectuales.



Pero la mera repetición de lo que sabemos eventualmente terminará por producir más aburrimiento que reverencia. Al usar palabras familiares, símbolos y acciones de maneras creativas podemos irrumpir en nuestras percepciones habituales, abrirnos de nuevo a la maravilla y la tragedia del mundo y por tanto evocará la reverencia. La mejor ceremonia de boda no repite mecánicamente el mismo texto prescrito como cualquier otra boda, ni se complace en presentar los azarosos impulsos de una pareja particular, mientras se deja sumida en el desconcierto a la congregación reunida. En vez de eso, la reverencia genuina se evoca al utilizar el lenguaje y los símbolos de la tradición de maneras creativas que propicien la expresión de lo universal en lo particular.


La percepción universal de la reverencia, como la del amor o el sufrimiento, no es discutible. Nadie más puede negar la realidad de aquellas sensaciones, cuando sientes que las tuviste. En el sermón de 2003 que prendió la flama de mucha de esta controversia sobre el lenguaje de la reverencia dentro de nuestra denominación religiosa, el presidente de la Asociación Unitaria Universalista de Congregaciones (UUA) William G. Sinkford habla de una larga noche pasada sentado en el hospital al lado de su hijo adolescente que yacía muy grave y con riesgo de morir: "Sentí que surgían las manos de un universo amoroso que nos sostenía. Las manos de Dios, del Espíritu de la Vida. El nombre no tenía importancia... Supe que no tenía que andar solo por ese camino, que hay un amor que nunca ha roto su fe en nosotros y nunca lo hará". Nadie podría discutirle a Sinkford que haya tenido la experiencia que describe. La cuestión es si nuestra comunidad de fe está preparada colectivamente para ayudarlo a entenderla, a procesarla y a honrarla.



Propongo —y creo que éste es el punto que Sinkford trataba de exponer en su sermón— que una tradición religiosa que no ayuda a sus miembros a descubrir formas significativas y satisfactorias de expresar y responder a las experiencias humanas de reverencia que tienen lugar en el curso de sus vidas humanas pierde una parte central y decisiva de su función. No hablamos aquí de debate o de persuasión. Hablamos de cómo nosotros —cada uno de nosotros, en nuestros seres únicamente constituidos— reconoce, entiende y da sentido a ese asombro reverente abrumador y espontáneo ante la maravilla, la magnificencia, el peligro, la exigencia y el deleite de estar vivos.


Tales sensaciones no pueden ser impuestas —no podríamos hacer que otros sintiesen asombro, ni respeto, ni que se avergonzaran de sí mismos, si el fundamento de ese sentimiento no estuviese ya dentro de ellos. Pero podemos elucidar esos sentimientos, describirlos, examinarlos, e incluso celebrarlos. Podemos cultivar nuestra capacidad de tenerlos y podemos llegar a discernir sobre las circunstancias en que son apropiados.




¿Cómo podríamos enriquecer de la mejor manera las opciones que hemos de tener a la mano cuando las necesitemos? ¿Cómo estructuramos nuestras prácticas —tanto personales, como comunitarias— de manera que podamos interpretar nuestras experiencias de reverencia de maneras satisfactorias y dadoras de vida? ¿Cómo podríamos apoyarnos mejor mutuamente para reconocer y honrar los momentos reverentes de nuestras vidas? Involucrarnos en esta clase de reflexiones es nutrir la virtud de la reverencia y ese proceso se hace mucho más difícil si carecemos de un vocabulario para ello.


Algunos en la comunidad humanista [Doctrina ética que afirma la importancia central de la vida humana y de su experiencia sobre la tierra, así como el derecho y deber de cada individuo de explorar y desarrollar su propio potencial. El humanismo está en oposición a las doctrinas religiosas convencionales, en la medida en que renieguen o no valoren la importancia de la vida sobre la tierra y afirmen que esta existencia terrenal sería sólo una preparación para una existencia celestial luego de morir. En las ciencias sociales el humanismo destaca por exigir que se considere al individuo un sujeto y no un mero objeto de análisis. Es la variedad de no-sobrenaturalismo, generalmente noteísta, más extendida en el mundo de habla inglesa] encuentran al lenguaje religioso tradicional tan corrompido por la irracionalidad, como para considerarlo inservible. Yo creo, por el contrario, que no necesitamos —ni podríamos— inventar un nuevo vocabulario de reverencia despojado de influencias y reminiscencias atávicas. Semejante sistema arbitrario, sin importar cuán inobjetable o incluso verídico en sus expresiones, no tendrá, al menos dentro de la primera generación, las profundas resonancias de los recuerdos arraigados de toda una vida.


Además, si hemos de involucrarnos profundamente en los cambios de nuestra propia época, necesitamos una conciencia de nuestro contexto histórico, un reconocimiento de nuestras propias debilidades y finitud, así como de nuestras angustias y triunfos, tal como se reflejan a lo largo de las épocas de la experiencia humana. Pensar que podríamos prescindir de todo el lenguaje, los símbolos y conceptos para hablar de lo que nos es más profundo y entrañable, la fuente preciosa del bien humano, sería tanto como asumir que ningún ser humano habría sido antes tan listo e ingenioso, tan profundo, o que no habría tenido un compromiso comparable al nuestro; que quienes nos han antecedido en el camino de la vida habrían carecido de sabiduría para enseñarnos, que no podríamos aprender nada de todo lo que nos han dejado.


Una de las cosas que con más seguridad me hace hablar de un sentimiento de de respeto profundo mezclado con maravilla, miedo y amor, es el conocimiento de que no estoy sola en este intento. No somos los primeros en transitar por este camino, en tartamudear ante la presencia del misterio y el poder. El asombro y la gratitud, la afirmación y la alabanza se remontan a generaciones y siglos, al primer despuntar de la conciencia humana.


Lo que sentimos ante las orillas del océano o las cumbres de las montañas no consiste en un entendimiento exclusivo y característico sólo de nuestra perspicacia; es la herencia común del género humano. Nada hay tan petulante como tratar de deshacernos de lo que nuestros antepasados han tratado de transmitirnos, en historias y piedras, en escrituras y canciones, en rituales y plegarias, aunque en nuestra hybris [desmesura, orgullo, soberbia] adolescente pretendamos que sólo nuestra comprensión cuente. ¿Quién puede pararse a la sombra de las grandes pirámides, o ante la luz radiante y las piedras que se elevan gallardas en la catedral de Chartres —quién puede escuchar las cadencias profundas del Libro de Oración Común anglicano o de la Misa Tridentina en latín, en toda su mágica sonoridad— y no darse cuenta desde la fibra misma de su ser que nuestra maravilla, nuestra ansia, nuestro terror e incluso nuestro más valiente "sí" a la vida no son sólo nuestros, sino que son el el eco de los tiempos de todo el género humano?


El lenguaje humano genuino es una empresa colectiva. Evoluciona orgánicamente en respuesta a las exigencias de la experiencia y la interacción. Cada uno de nosotros ha nacido con la capacidad de aprender una variedad de tales lenguajes. Desde luego, ese proceso de aprendizaje da forma a nuestro entendimiento del mundo y a nuestros muy materiales y físicos cerebros. No veo razón para suponer que el reino del espíritu se estructure de una forma diferente. Lo que podemos comprender en cierta medida está en función de aquello a lo que hemos dado nombres —incluso a la conciencia de lo que es finalmente inefable.


Cada generación y cada uno de nosotros como individuos debemos asimilar y apropiarnos del lenguaje de reverencia. El llamado por semejante vocabulario es un llamado a avanzar hacia a delante, no hacia atrás. Es un llamado a la creatividad, a la experimentación, una exigencia de que digamos la verdad como la conozcamos. Nos convoca a que hagamos un recuento, los unos a los otros, de lo que han sido esos momentos que nos han dejado con un nudo en la garganta o una canción en el corazón; esas noches de vigilia en el hospital que terminaron con una aceptación incondicional de la paz; las horas dedicadas al examen de conciencia para revisar las motivaciones y los valores que terminaron en remordimiento y la decisión de hacerlo mejor la próxima vez. Es una invitación a construir a partir de los despojos de madera de los viejos rituales las nuevas estructuras de ceremonia que puedan dar forma a nuestra reverencia en los momentos más asombrosos, terribles, o cargados de significado de nuestras vidas. Siempre estamos en el proceso de dar a luz un nuevo lenguaje dentro de la comunidad religiosa de memoria compartida y promesa mutua —al decir la verdad sobre nuestras jornadas espirituales y al participar juntos en rituales que dan una forma fresca a los impulsos humanos intemporales de homenaje y asombro.


No hay absolutamente nada incompatible entre el redescubrimiento de los vocabularios tradicionales de reverencia y la creación de expresiones contemporáneas de nuestra propia experiencia. Idealmente, los dos esfuerzos se influyen y enriquecen mutuamente. Caminar por un laberinto en la Catedral de la Gracia, hoy, tiene una resonancia mucho más profunda si uno puede seguir su historia, desde la antigua Grecia y a través de la Europa del Medioevo, hasta el San Francisco moderno. Como lo escribí en la letra de "La Señora de la risa estacional", un himno incluido en el himnario Singing the Living Tradition, todo lo que sabía de la adoración antigua, de la espiritualidad oriental y las fórmulas occidentales clásicas para las plegarias, así como mis propios aprendizajes de vida y el escepticismo estuvieron también presentes.



El lenguaje de reverencia es, en última instancia, el lenguaje de la humanidad. La experiencia humana de encontrarnos en presencia de ese momento intenso, exigente y fugaz en el que la opaca superficie de las cosas se vuelve transparente a un significado casi mayor de lo que podemos soportar, nos pertenece a todos. Sólo si no ponemos atención podríamos evitarlo. No se necesita de dioses, ángeles u otros mundos mágicos. El mundo que tenemos es suficientemente mágico, suficientemente santo, suficientemente sagrado. Somos quienes traemos los ojos para ver, las mentes y almas para maravillarnos. Somos quienes más aportamos a la construcción de los significados de nuestros breves días, mismos que resultan profunda y poderosamente importantes, justo aquí, entre las cosas completamente naturales de la vida. Lo santo no es sino lo ordinario, sostenido ante la luz y visto en su profundidad. Es la conciencia de la creatividad y una vinculación que no controlamos, en un universo siempre en expansión, más intrincado más asombroso de lo que imaginamos. Es el reconocimiento de que estamos formados de la tierra de la que surgimos y sobre la que vivimos, nos movemos y tenemos nuestro ser; y que finalmente, no estamos solos. Pues nuestra humanidad misma es iluminada para nosotros por los otros seres como nosotros, cada uno de los cuales ofrece la auténtica presencia de lo divino.


Debemos, por supuesto, luchar contra un vocabulario trivializado por los lugares comunes más obvios y sentimentales, así como por las frases baratas usadas para tranquilizarnos. No debemos dejar que el lenguaje de reverencia sea manipulado por las fuerzas de la avaricia corrupta que se alinearía con los bolsillos de los televangelistas y los mercaderes del poder quienes atribuirían a la voluntad de dios sus propias ambiciones. La mayoría de nosotros nunca sucumbiríamos a los grilletes de la mentalidad literalista que nos aqueja tanto hoy, no menos de lo que aquejó antes a quienes nos precedieron; rechazar el lenguaje religioso porque no podemos creerlo literalmente termina por restringirnos tanto como la creencia de que deberíamos hacer exactamente lo que éste expresa.


Habríamos de ocuparnos de reexaminar y reivindicar los tesoros de la reverencia que constelan el paisaje de la historia humana —si no por cualquier otra razón, al menos por el bien de los niños pues de no ser por esto serían criados en el vacío espiritual de nuestros propios resentimientos. En el proceso, hemos de encontrar que mejoramos en modestia y madurez, así como en nuestro vocabulario y que por sí mismo esto no estaría nada mal.





Una versión anterior de este ensayo fue presentada como conferencia en la Asamblea General 2004 de la Asociación Unitaria Universalista de Congregaciones, en Long Beach, California.





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